«En España promocionamos como directivo al mejor técnico del equipo. Craso error»

daniel_danchez_reinaDaniel Sánchez Reina cuenta con una importante trayectoria en empresas multinacionales con experiencia en diversos sectores y entornos organizativos. Además, es formador y coautor, junto a Isabel Iglesias, de “El dilema del directivo”, nominado a mejor libro de empresa en 2014 por los prestigiosos premios que anualmente concede KnowSquare.

Aunque físico de formación, Daniel es ecléctico de vocación, con intereses profesionales y estudios adicionales que abarcan desde la economía hasta el coaching, pasando por las tecnologías de la información, los recursos humanos y la logística.

En la actualidad, es co-fundador y socio ejecutivo de la compañía ‘Powering the Efficiency’, focalizada en la mejora de la competitividad de las empresas y en el desarrollo del Liderazgo.

¿Qué debe hacer un líder o cómo debe comportarse para no imponer, sino ganarse el respeto/autoridad de su equipo?

El ‘respeto’ o la ‘autoridad’ (son sinónimos en el ámbito empresarial) te lo concede tu equipo, en contraposición al ‘poder’, que te lo concede tu cargo. ¿Cómo conseguir que tu  equipo te otorgue esa autoridad? En primer lugar, trabaja para despojarte de tus miedos y controlar tu ego. Muéstrate tal como eres, auténtico y genuino, como un ser humano, no como Superman. Tienes tus inseguridades y vulnerabilidades, no las tapes con conductas esquivas o autoritarias. Trabájalas, pero mientras lo haces escucha mucho a tu equipo y sé sensible a sus necesidades (no a sus caprichos). Piensa en alguien a quien respetes: observa que existe una componente intelectual en esa atracción, pero por encima de todo primas la componente emocional porque sientes que esa persona representa valores que son importantes para ti.

En segundo lugar, aplica los 3 elementos que aparecen en ‘El dilema del directivo’ para forjar equipos de alto rendimiento: Confianza, Exigencia, Feedback.

Pregunta obligada Daniel, ¿El líder nace o se hace?

El líder se hace. Pueden existir cualidades innatas que favorezcan ciertas competencias del liderazgo, pero las faltantes se pueden adquirir. Es cuestión de técnica hecha hábito. Cuando nos formábamos en la fase práctica para sacarnos el carnet de conducir, algunos éramos muy torpes y otros sin embargo parecía que habían conducido toda la vida. Por mucho que en aquel entonces nos costase, actualmente ya tenemos incorporadas las competencias de la conducción, de tal forma que, a base de horas de práctica, conseguimos desenvolvernos como cualquier otro, e incluso con el tiempo hemos superado en destreza y seguridad a muchos de aquellos que destacaron inicialmente. Con el liderazgo ocurre exactamente lo mismo, si bien presenta dos dificultades añadidas: no existe una máquina con la que practicar las habilidades necesarias, en especial las relacionales –fundamentales para una buena función directiva-, y  no existe tampoco un entorno de laboratorio en el que poder hacer pruebas. Probamos a través del error. De ahí que el autoconocimiento y la humildad para aceptar nuestras limitaciones sean el principal instrumento de crecimiento de los líderes. El ego tiene las patas muy cortas.

Un poco al hilo de esta última pregunta ¿Un buen equipo hace a un buen líder o al revés?

Un buen equipo podrá parecer que dispone de un buen líder durante un corto tiempo, pero solo los buenos líderes podrán mantener buenos equipos sostenidamente en el tiempo. El talento huye de la mediocridad directiva, ya sea tácita o explícitamente: el equipo acabará convirtiéndose en profesionales zombie o cambiando de empresa en cuanto tengan la oportunidad. En el ‘El dilema del directivo’ describimos una experiencia personal que habla exactamente de este asunto. Tuve la inmensa fortuna de conseguir construir un equipo brillante durante dos años, tras los cuales perdí la motivación por mi trabajo de entonces y el equipo dejó de brillar al poco tiempo. Las relaciones humanas son muy complejas, en seguida surgen conflictos personales y profesionales, luchas de poder, complejos, insatisfacciones, desmotivaciones… Un buen líder cohesiona y saca lo mejor de cada miembro del colectivo para que funcionen como un ente único.  Pese a las imperfecciones propias y ajenas, el líder consigue levantar las paredes maestras que sostienen el edificio. Cuando desaparece la pared maestra la construcción colapsa. No creo en los equipos sin líder, al menos en el estadio de evolución en el que biológicamente se encuentra nuestro cerebro ahora. Quizás si el neocórtex aumenta en complejidad y en circunvoluciones dentro de unas decenas de miles de años, tendré que revisar esta creencia.

¿Cuáles son los principales conflictos a los que se enfrenta un directivo en su trabajo diario?

El principal conflicto es consigo mismo: conquistar sus miedos y su ego. Si no logra esta meta, que es la más difícil porque significa cambiarse por dentro, los conflictos que surjan a su alrededor serán mucho más complejos. Tanto, que el directivo se sentirá abatido con el tiempo y su energía personal decaerá hasta convertirse en profesional zombie.

Respecto a los conflictos a los que te refieres en tu pregunta, los podemos catalogar en 3 tipologías según su procedencia: verticales ascendentes (conflictos con el superior del directivo), verticales descendentes (conflictos con los colaboradores del directivo), y horizontales (conflictos entre colegas directivos). Los más interesantes son los verticales descendentes, porque  son los que ponen a prueba nuestra calidad directiva. De éstos los hay muy variados, pero destacaría dos por las incertidumbres e inseguridades que genera en el líder: la gestión de aquel colaborador que es un pilar intelectual en el equipo pero cuya actitud es destructiva, y la gestión de la equidad en el reparto de las oportunidades de visibilidad y/o promoción. Desarrollamos ampliamente ambos conflictos y otros tantos en ‘El dilema del directivo’.

¿Cómo se detecta y cómo definiría a un empleado tóxico?

Conviene distinguir entre empresa tóxica y empleado tóxico. Empresa tóxica es aquella que desde su cultura empresarial extiende conductas nocivas a toda la organización, generándose dinámicas poco edificantes. Son generadoras naturales de empleados tóxicos, pero poco se puede hacer para ponerle remedio porque son sus directivos de alto nivel los causantes.

Los casos interesantes y sobre los que podemos actuar son los empleados tóxicos que aparecen en culturas empresariales no tóxicas. Estas personas aúnan las siguientes características: alta desmotivación, pesimismo, rechazo verbal a cualquier decisión empresarial, no necesariamente realizan mal su trabajo técnicamente pero son generadores de mal clima laboral, tienen influencia sobre una parte de sus compañeros y destacada capacidad para propagar malestar.

Se generan por diversos motivos: desmotivación, falta de comunicación con su superior, falta de reconocimiento a su trabajo, influencia de otro empleado tóxico, etc. Fijémonos que hay bastante subjetividad en estos factores. Cada cual se siente recompensado de una forma o de otra muy distinta; la intensidad de la comunicación es algo también muy personal porque hay quien necesita más y quien menos; la desmotivación es multifactorial y en ocasiones provocada por factores externos. Por tanto la labor de los directivos es fundamental. Es su obligación activar las palancas que permitan a cada miembro del equipo encontrar su propia motivación. Cada persona necesita un trato diferente y único. El café para todos es desmotivador.

En cuanto a cómo revertir la actitud de un empleado tóxico, lo primero que sugiero al directivo o mando intermedio es que explore si esa persona es recuperable o no, y si el esfuerzo merece la pena o no. En el caso de que concluya que sí es recuperable y que el esfuerzo merece la pena, el siguiente paso es averiguar qué le ocurre a esa persona, generar puentes de confianza y ensanchar los canales de comunicación. Si es factible ofrecerle alternativas, hagáse; si no lo es, déjesele clara la realidad y que la persona elija si quiere continuar, eso sí, con un cambio de actitud.

Antes de iniciar el proceso de recuperación conviene ponerse un límite de tiempo y de esfuerzo, tras los cuales habrá que tomar la decisión de continuar con la persona en el equipo o cambiarla de posición o desvincularla. Los esfuerzos inútiles conducen a la melancolía. Y si el proceso se alarga más de lo necesario se le sumará la desmotivación de los otros miembros del equipo, que no entenderán por qué no se toma una decisión en un tiempo razonable, y la autoridad del directivo quedará erosionada.

Se habla constantemente de las diferencias en los modos de trabajo entre los países nórdicos o centroeuropeos y los países mediterráneos ¿Pero hay tanta diferencia a la hora de gestionar equipos de trabajo?

Sí que las hay. Los países nórdicos y centroeuropeos carecen culturalmente, en su inmensa mayoría, de uno de los miedos predominantes en las culturas mediterráneas y latinas: el miedo al rechazo. Tan solo hemos de asistir a un congreso para observar que los últimos que levantan la mano para hacer preguntas a los ponentes –si es que lo hacen- son los mediterráneos. Tememos hacer el ridículo o que nuestras preguntas no sean lo suficientemente relevantes o que hiramos la susceptibilidad de alguien. En las relaciones laborales nos comportamos de una forma parecida, predominando la vertiente personal ante la profesional: no damos buen feedback por miedo a ser rechazados por nuestros colaboradores, damos mil vueltas antes de comunicar un área de mejora, la subjetividad tiende a dominar nuestras valoraciones, y olvidamos objetivar nuestros razonamientos. La exigencia es una palanca de crecimiento, se lo debemos a nuestros colaboradores para darles la oportunidad de crecer!

Otro aspecto diferencial entre ambas culturas es la durabilidad de los resultados. Por estos lares predomina el cortoplacismo: sembramos para la inmediatez y ya lidiaremos con lo que venga después. Por el norte tienden a generar estructuras sólidas, con la visión puesta en el largo plazo. 

Confieso que me considero más cercano a la cultura nórdica que a la sureña. Eso sí, aderezada con unas dosis –pequeñas, para no abusar- de nuestras sempiternas improvisación y flexibilidad.

¿Qué ocurre, grosso modo, en las empresas españolas para que tengamos uno de los niveles de eficiencia más bajo de toda Europa?

A los aspectos culturales que ya he mencionado en la pregunta anterior hay que añadir el presentismo: esa maldita creencia basada en que se es productivo tan solo desde la mesa de la oficina. Abogo por una cultura de la eficiencia en lugar de la actual cultura predominante de la presencia. Qué duda cabe que hay ciertos puestos de trabajo donde se debe estar presente todo el tiempo, como es el caso de entornos de producción en fábricas y similares. Pero existen otros, en ambientes de oficina y en puestos y sectores  basados en la sociedad del conocimiento, donde no se es más productivo por ‘estar’. Por otra parte, ¡Qué ridiculez salir el último después del jefe para hacer ver lo mucho que trabajamos! Es un atentado contra el necesario equilibrio entre vida personal y profesional. El jefe que lo exige o lo espera es un mediocre, y el trabajador que lo practica se equivoca porque está perpetuando una mala praxis (a no ser que lo haga bajo coacción tácita o explícita).

La calidad del trabajo debería medirse de otra manera: cumpliendo con los objetivos establecidos. Por tanto, con responsabilidad por ambas partes: el jefe debe poner objetivos conseguibles y medibles, a la vez que ambiciosos, y ser exigente en su cumplimiento y en su evaluación; el colaborador debe velar por su consecución excelente. La dificultad radica en la falta de cultura de objetivos que por regla general impera en las empresas españolas, las privadas y sobretodo las públicas. En particular, hablar de objetivos en el sector público (la friolera de 3 millones de puestos de trabajo en España) es como mentar a la zorra en el gallinero, levanta ampollas. ¿Por qué? Muy simple: por la falta de cultura de la exigencia.

Aumentar la eficiencia… el objetivo de cualquier empresa. ¿Qué hace falta para conseguirlo: herramientas que aumenten la productividad, motivación, trabajar por objetivos, flexibilidad en los horarios…?

Se requiere fortalecer dos elementos: los Procesos y las Personas. No hay uno sin otro. Podemos disponer de los mejores procesos de negocio, pero con las personas inadecuadas fracasaremos. Podemos disponer de los mejores colaboradores, pero con los procesos inadecuados fracasaremos igualmente.

Trabajar la eficiencia en los Procesos significa eliminar aquello que no aporta valor a nuestra empresa (la grasa operativa), dotándola de músculo operativo. Acostumbra a ser un cóctel de acciones en cualquier compañía: revisión de la estrategia operativa de las ventas para asegurar que maximizamos el margen en el día a día del equipo comercial, simplificación de procesos para agilizar la respuesta al cliente, reducción de la burocracia, adquisición de herramientas que faciliten el trabajo, comunicación inter e intradepartamental, reparto óptimo de las cargas de trabajo, adecuar las necesidades a las capacidades, y dimensionamiento óptimo de la plantilla.

Trabajar la eficiencia en Personas significa dotar de ‘alma’ a las empresas para evitar que sus trabajadores (jefes y colaboradores) se transformen en ‘profesionales zombie’. Los jefes deben orientarse a conquistar sus propios miedos y a mantener su ego bajo límites razonables. Ambos elementos son los mayores inhibidores de la función directiva e impiden crear equipos de alto rendimiento. Los colaboradores no solo deben estar abiertos a la innovación y a los cambios sino que deben actuar como impulsores de la excelencia y de los cambios que conduzcan a ella.

Es extremadamente difícil abordar un proyecto de eficiencia desde dentro de la empresa porque requiere de perspectiva y cuestionamiento de las inercias. Precisamente en la compañía que co-fundé hace unos años, Powering the Efficiency (aunque somos más conocidos por nuestra marca ‘E2 – Eficiencia Empresarial’) ayudamos a las empresas a trabajar ambos aspectos, los Procesos y las Personas, para incrementar significativamente sus niveles de Eficiencia.

¿Debemos dejar de “demonizar” el fracaso o de penalizarlo excesivamente?

Absolutamente. Los aprendizajes de un fracaso son los más potentes. Aprendemos mucho más desde lo que nos ocurre que desde lo que nos cuentan. Es necesario equivocarse para ser mejores cada día. El fracaso es la principal escuela del profesional, infinitamente más que el narcotizante éxito. Desde la función directiva conviene invitar a los colaboradores a arriesgar, a equivocarse. Y si los miedos del jefe castran la iniciativa de los colaboradores, éstos deben plantearse la insurrección que encierra el aforismo ‘más vale pedir perdón que pedir permiso’. Eso sí, sugiero que valoren los riesgos para tenerlos bajo el máximo control posible, y aplicar sentido de la prudencia.

Nos topamos de nuevo con factores culturales sureños que dificultan el aprendizaje a través del error: al que se equivoca le hundimos más en su miseria. Éste es el demencial mensaje que trasladamos a nuestros hijos: el del inmovilismo, el de no moverse por si la cagamos y el público nos somete a escarnio. No en vano nuestro refranero cuenta con uno de los dichos más involucionistas y paralizantes que existen: ‘más vale malo conocido que bueno por conocer’. Lanzo una pregunta: ¿de verdad no nos movemos por si el nuevo destino es peor, o porque nos hemos acomodado en nuestra mediocridad vital y nos da pereza salir de ahí?

¿Tan mal gestionamos el talento en España? ¿Por qué?

Siento tener que afirmar rotundamente que sí.

La hipertrofia de ego que afecta a no pocos directivos provoca que los colaboradores brillantes queden tapados. Los jefes tienen la creencia de que deben ser los más brillantes del equipo. No se dan cuenta de que será a través de la construcción de un equipo brillante que ellos brillarán automáticamente. En España tendemos a promocionar como directivo o mando intermedio al mejor técnico del equipo. Es un craso error. Las capacidades de un líder son otras: gestionar personas y aportar criterio empresarial en su ámbito de actuación. Y si pensamos que puede adquirirlas, debemos formarle para ello. Nadie nace enseñado como líder. Incluso las habilidades relacionales se pueden adquirir con la práctica y el hábito diario. Si le abandonamos a su suerte se encerrará en su zona cómoda, que es la técnica, y abdicará de su función de líder.

Por otra parte, el miedo provoca que las relaciones jefe-colaborador partan desde la desconfianza mutua, desde la pétrea y gélida distancia emocional. Corresponde al jefe vencer esas barreras. Desde la desconfianza no crece nada. Muchos directivos piensan erróneamente que mostrar confianza es equivalente a mostrar debilidad. Nada más lejos de la realidad. Tienden a confundir sensibilidad con debilidad. No deben tener miedo a mostrarse tal y como son. Mostrar sensibilidad les convertirá en seres próximos, los canales de comunicación se abrirán y generarán un mejor clima de trabajo -no en vano, la productividad personal se incrementa en un 30% cuando se trabaja con buen clima laboral-. Y aquellos colaboradores que les confundan con seres débiles e intenten aprovecharse, tan solo necesitarán ser advertidos asertivamente de que ése no es el camino.

Regla de oro para los jefes: si consigues que tu equipo brille, tú brillarás automáticamente.

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